EL LATÍN, LENGUA DE LOS REYES GODOS
El emperador Constantino el Grande dividió el imperio. Fundó Constantinopla (336), una segunda Roma en un lugar estratégico, el estrecho que une el mar Negro con el Mediterráneo.
Teodosio, su sucesor, creyó que sería más práctico establecer dos imperios gemelos, cada cual con su capital. En Occidente el idioma siguió siendo el latín, en Oriente el griego. No es bueno que los idiomas sirvan para dividir. Decaen los imperios, se debilitan los fuertes, se eclipsa la belleza y avanza la decadencia. El entramado político se fue desmoronando y en la caída arrastró al poder.
Fue entonces cuando los pueblos germanos, que presionaban en las fronteras del Danubio y el Rin, se hicieron cargo, en cuanto vieron las puertas desprotegidas, de aquel pingüe aunque menguado Imperio de occidente. Con exiguo esfuerzo los germanos se hicieron cargo del suculento despojo.
La lengua latina, que ya había echado raíces, permaneció, se ajustó y aclimató sin que nadie lo pidiera, ni lo notara, sin imposiciones, sin propagandas, sin decretos.
No reivindicaron, ni defendieron, ni promocionaron sus hablas vernáculas. El latín ofrecía más posibilidades. En eso de las lenguas la humanidad no ha mostrado, hasta épocas recientes y de manera puntual, rechazo alguno a la lengua más útil. Sus lenguas, además, si no eran ágrafas apenas se habían escrito y con tan endeble tradición cultural las posibilidades de sustituir a la lengua imperial fueron escasas. Y no nos referimos únicamente a la conversación cotidiana, sino también, y sobre todo, a cuestiones relacionadas con el derecho, la construcción de un puente, la redacción de un tratado de historia o la liturgia del arraigado catolicismo.
Los francos se instalaron en las Galias, los burgundios en Borgoña, los ostrogodos en Italia, los vándalos en el norte de África y los anglosajones en las islas Británicas ¿Quién iba a decir por entonces que iba a ser precisamente una de aquellas lenguas, la que visita Britania, en boca de la pequeña tribu de los anglos, la que había de ser la más ambicionada en el siglo XXI? Pues sí, escéptico lector, el inglés también llegó en barco a las islas.
El año 409 los germanos entraron en la península Ibérica por la calzada romana que atravesaba los Pirineos por Roncesvalles. Los viajeros, pelo rubio cobrizo, tropa sin enemigos, pertenecían a dos pueblos: suevos y vándalos. Detrás venían otros de pelo negro y lacio, los alanos. Aunque los suevos procedían del norte de Alemania, el viaje lo hacían desde el sur, desde los territorios que ahora ocupa Nuremberg. Tiempo atrás habían cruzado el Elba y estaban ya listo para hacerse con la herencia. Los vándalos se desplazaban desde el norte de la actual Polonia. También habían ido descendiendo en busca de mejores aposentos hasta situarse cerca del Danubio. Los alanos habían partido del este de la actual Ucrania, junto a las costas septentrionales del mar Negro. Después de tanto tiempo en la vecindad del Imperio, observando el quehacer de los poderosos y admirando su lengua y sus costumbres, los vecinos extranjeros se habían apropiado, a su manera, de la civilización romana, y no tenían interés alguno en renunciar a ella. Aquel latín teñido de germánico dejó algunos roces, no muchos, en el latín peninsular.
Hoy no podemos afirmar, faltos de fuentes más precisas, que por entonces la península Ibérica gozara, y por primera vez y tal vez única, de unidad lingüística. Es mucho más fácil afirmar que quienes no hablaban latín habrían tenido gran placer en hacerlo. Imaginemos algún poblado íbero o celta perdido. Si sus hablantes no eran ambilingües, es decir, capaces de dominar con habilidad dos lenguas, bien podrían ser bilingües o al menos aspirantes a hablar latín, lengua general y vehicular para las tierras europeas, asiáticas y africanas lindantes con el Mediterráneo.
Por otra parte, los germanos se limitaron, como en tantas otras cosas, a reproducir los modelos romanos que encontraron en las tierras que se adjudicaban, que es lo que han hecho siempre los pueblos de menor desarrollo, imitar a los superiores. Así hicieron los acadios con la lengua sumeria, y los propios romanos con el griego. No parece por tanto difícil afirmar que, a la caída del imperio, el latín era, sin discusión, la lengua de todos. Hablar latín fue un lujo. Disponer de una lengua materna distinta exigía conocer el latín. El ambilingüismo fue una transición hacia lo útil. Ser monolingüe de una lengua no latina significaba aislamiento. Toda la península habló latín, y cada vez más. Y debió ser lengua única, usual y ampliamente extendida hasta que los árabes se presentaron con la decidida intención de cambiar el destino de la historia.
Los ciudadanos romanos desamparados tenían al latín por lengua y no la perdieron. Los dueños germanos, no muy numerosos, formaron el grupo de élite, el de dirigentes, pero eso ni alteraba a la lengua ni estaban ellos interesados en que sucediera. Es verdad que el gótico había servido para la traducción de la Biblia, del que se conserva un manuscrito del siglo XV, pero como lengua hablada se esfumó con los mismos modos que las otras. Suerte distinta corrieron las que desde antiguo ocupaban el primitivo territorio germánico.
Los germanos sabían guerrear, tal vez, pero tenían poco claro cómo administrar los bienes, recolectar impuestos, establecer redes comerciales, mantener y ampliar las vías de comunicación o señalar demarcaciones religiosas. Ni entendían de eso, ni pusieron empeño en aprenderlo. En cuestiones civiles siguieron, según parece, tan incivilizados como antes. El latín y la cultura romana ensombrecían a los improvisados ocupantes, empequeñecían su ligero equipaje cultural tanto en los reinos como en los pequeños principados y ducados.
El balance civilizador de Roma resultó abrumadoramente positivo. Roma son tantas cuantas naciones tienen sus raíces en Europa. Los europeos de hoy somos el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que hace dos mil años se fundieron en el crisol de Roma.
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